El autobús

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Emilio Durán es escritor. Ha obtenido premios como el “Miguel Hernández” de Poesía, el “Leonor” o el "Camilo José Cela". Acaba de publicar la novela Campo de Gules en Paréntesis Editorial.
Emilio Durán
A las ocho menos cuarto de la mañana yo me encontraba en la parada del autobús, esperándolo. Era mi hora habitual de marchar al trabajo. Nunca he llegado a alcanzar un dominio de mis nervios tan fuerte como para no acabar poniéndome imposible en las esperas. Continuamente lanzo miradas inquietas hacia la esquina por donde debe doblar mi vehículo, el autobús 103.

Al fin apareció. Pero no giró en la esquina habitual, sino que fue perdiendo altura como si se tratase de un avión, y lo vi descender lentamente entre las palmeras del parque vecino. Aunque ahora, al escribir esto, me viene a la memoria el hecho de que, aunque la imagen no era precisamente familiar, sin embargo confieso que no me causó excesiva extrañeza. Quizás estuviese preocupado por una posible tardanza que me impidiera fichar a su hora en la oficina. Lo cierto es que cuando el autobús, después de recorrer unos metros desde que aterrizó, llegó a mi altura, me apresuré a tomarlo, sin tener demasiado en consideración su insólita llegada.

Bien es verdad que había otras personas esperando, que quizás, si hubiera estado solo, me hubieran entrado algunos escrúpulos. Sin lugar a dudas somos gregarios y la sola presencia de otros seres le da a uno confianza.

Y es que allí, bajo la marquesina de la parada, estaba King Kong con su attaché dispuesto a comenzar una nueva jornada. También “Superman”, al que un desgarrón en la capa le habría impedido levantar el vuelo aquella mañana, y la espléndida Marilyn Monroe que, envuelta en un inconfundible aroma de Chanel, subió el alto estribo del vehículo dejándome trastornado ante la visión fugaz de sus torneadas piernas.

Sí, reconozco que no era frecuente la forma de venir el autobús ni tampoco los viajeros eran los habituales, pero los años me han enseñado a no pedirle peras al olmo. La tolerancia hay que ejercerla en los actos más humildes y cotidianos.

Así que cuando el conductor me saludó diciendo “Majestad, bien venido a Palacio”, me limité a sonreírle y a ponerme a mirar por la ventanilla la floración de las jacarandas.

Etiquetas: Punto de vista