La anciana del autobús

| Más

Andrés González Barba es periodista de ABC de Sevilla y escritor. Recientemente publicó Los Diarios de Regent Street, una novela en torno a Sherlock Holmes y su autor, Arthur Conan Doyle, publicada por Paréntesis y que le ha valido el reconocimiento de especialistas de todo el mundo en el detective inglés.
Andrés González Barba
Antonio solía coger el autobús todos los días de la semana a la misma hora, es decir, sobre las doce de la mañana. Su ruta le llevaba por varios barrios de la ciudad, como la Macarena o Nervión. Por lo general, se podría decir de él que era una persona muy despistada porque siempre andaba inmerso en sus mundos imaginarios, unos mundos llenos de castillos en el aire y de otras miles de fantasías similares. Sin embargo, cuando el vehículo se hallaba más atestado de personas —siempre en la misma parada—, se montaba una ancianita con una cara tan arrugada como una pasa. Entonces, Antonio era el único que se levantaba y le dejaba un asiento para que ella se sentara cómodamente; dicho gesto de generosidad era correspondido por la vieja con una sonrisa de lo más conmovedora.

Esa pequeña rutina se repitió todos los días del año a lo largo de las cuatro estaciones; de esa forma, siempre se sucedían el mismo autobús, los mismos sueños de Antonio, la misma viejecita bondadosa y las mismas sensaciones. Esto fue así hasta que un buen día aquella mujer no apareció en su parada habitual. El muchacho miró a través de la ventana, como queriendo comprobar que ella fuera a aparecer en cualquier momento pero, lamentablemente, esto no ocurrió. Al día siguiente, cuando el coche se detuvo en esa parada, la anciana no volvió a aparecer. Antonio estaba realmente preocupado porque no sabía qué le podía haber pasado. Además, lamentó que cuando la tuvo tantas veces delante de él, jamás se atrevió a dirigirle ni una sola palabra. Ella, por su parte, tampoco había entablado conversación con el joven, tan sólo se había limitado a sonreírle siempre de una forma muy bondadosa, como si le agradeciera el hecho de dejarle su asiento. A partir de entonces, ya nunca más la volvió a ver.

Pasaron unos meses y Sevilla se envolvió de un tono marrón por todas sus aceras. El tiempo otoñal era tan desapacible que la lluvia estaba borrando literalmente las calles. Aquella mañana, Antonio volvió a coger su autobús como lo hacía de costumbre. Llevaba un libro de relatos en sus manos y lo leía, absorto, mientras las ruedas del vehículo levantaban charcos de agua con el consiguiente disgusto para los viandantes que caminaban por las aceras. Entonces, sin saber por qué razón, su mirada se detuvo en una ilustración que acompañaba a aquellos cuentos; se trataba de un dibujo antiguo, como del siglo XIX, en donde aparecía una anciana con una sonrisa encantadora. Pero lo más asombroso de todo es que era exactamente igual que esa viejecita con la que se había encontrado tantas veces. El joven se restregó los ojos una y mil veces, mas lo que observaba era cierto, la mujer le seguía sonriendo desde el corazón de su libro. El muchacho no recordaba cómo había llegado aquel vetusto volumen a sus manos, pero a partir de entonces lo tuvo como su libro de cabecera y ya nunca más le abandonó la sonrisa de esa ancianita que tanto le había cautivado.

Etiquetas: Punto de vista