Miradas cruzadas

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Ricardo Castillejo, periodista y presentador de Giralda Televisión
Ricardo Castillejo
Uno de mis más entrañables anhelos, al subir al autobús, es el recuerdo del contacto con los demás, la aventura de, en cualquier momento, poder encontrar un rostro nuevo, una nueva persona tras la que siempre se esconde una apasionante historia por conocer. Ése constituye para mí el mayor encanto de este medio de transporte público: observar, escuchar, oler, seducir y dejarte seducir por quienes son tus improvisados compañeros de viaje. Gentes a quienes, en estas circunstancias más que en ninguna otra, te une impredeciblemente ese destino en cuya barca suele ser un placer navegar. Y es que, dejarse llevar hacia no se sabe dónde, descubrir el gozo de los viajes improvisados, sorprenderse con lo que uno mismo no puede controlar, da más encanto aún si cabe a este tránsito nuestro, ya de por sí, bastante encorsetado en los límites de lo que se supone –y se presupone-, nos corresponde hacer y decir.

Sea como sea, hace muchos años era un habitual del bus cuando, de mi casa a la facultad –y al contrario-, realizaba unos desplazamientos los cuales, en función de la hora del día, reflejaban indefectiblemente mis estados de ánimo. Así, si la cosa era por la mañana, apenas solía percatarme de nada puesto que, mi lamentable estado medio somnoliento, lo impedía. Si, por el contrario, me tocaba en la recogida, prestaba una atención mucho mayor a mi entorno y, a pesar del cansancio de la jornada, no se me perdía ni un detalle. Más allá incluso, la estación en la que estuviéramos aportaba nuevos detalles a mi procesador de datos mental y, si en otoño y en invierno parecía envolvernos una tristeza infinita –de la que nos consolábamos con el calorcito grupal-, en primavera y en verano daba la sensación de que –por encima de que las altas temperaturas hacían bastante insoportable el compartimento de los habitáculos llenos-, el panorama se pintaba de colores y ganas de vida y, entre conversaciones llenas de proyectos estivales, me gustaba perderme imaginando, por qué no, que yo también formaba parte de ellos.

Allí, entre aquella marabunta de rostros indefinidos, hubo uno que jamás podré borrar de mi pensamiento y con el que, tan sólo al instante de cruzar la primera mirada, supe de la intensidad de la relación que, entre nosotros, nació. Desconozco, a estas alturas, si el sol no había salido o si la noche había acaecido. Tengo serias dudas de si fue en época de lluvias o cuando los termómetros se rompen por las desorbitadas temperaturas porque, en aquel justo instante, los elementos dejaron de tener importancia ante un hecho que, sin ser palpable con manos, sin poderse rozar con la piel, es tan real como real es la vida misma. Fue durante aquel trayecto que apareció en mi vida el amor, sentimiento que brota sin esperarlo y que fue creciendo conforme, día a día, iba cruzándome con aquella persona.

Bajo la calidez de su presencia, poco a poco, fui tomando confianza y, si bien al principio me conformaba con contemplarle en la distancia –sin ni siquiera atreverme a mantener demasiado sus ojos en los míos, conforme iban pasando las jornadas –y aquella coincidencia se repetía- la forma de comunicarnos evolucionó de tal manera que, los “holas”, y los “buenos días” dieron paso a los “¿qué tal va todo?”, “¿a qué te dedicas?” y, por último, el definitivo trance de “esta noche voy a salir a tomar algo con unos amigos… ¿Te apetecería venir?”. Sencilla pero comprometida pregunta tras la que se produjo la eterna espera de un “sí” que parecía no llegar nunca y el cual, tras ser escuchado, sembró en mi corazón la emoción del saberse aceptado. Un hecho casi imposible, un milagro de esos en los que nadie cree pero del que fuimos testigos dos viandantes anónimos que, de pronto, tuvimos nombre, apellidos, trabajos, familias… y, lo más importante, un futuro común pues, conforme aquella situación evolucionó, los planes que dan como extraño resultado que la suma de dos sea uno nos hicieron unirnos en pareja y, posteriormente, crear un hogar donde, con frecuencia, volvemos a evocar nuestros emocionantes, añorados y lejanos principios que, aunque quedaron atrás en el calendario, no así en el corazón, órgano de fuego que, con sus brasas o llamas, nos reconforta cuando, fuera, la realidad se hiela.

Quedaron lejos los autobuses, pequeño universo mágico donde cualquier experiencia es posible, y llegaron los coches particulares, los aviones, el metro, las mil y una ocupaciones que hoy ocupan nuestro presente. Quedó lejos la inocencia de unos adolescentes ante los que se abría un mundo pleno de posibilidades y hasta quedaron lejos aquellas primeras risas que, como agua de una fuente, brotaban naturales de dos seres para los que la realidad era un juego del que, a la vista está, salimos victoriosos y con no pocos deseos de repetir. Por eso hemos decidido que, en breve, dejaremos de utilizar nuestros mecanizados vehículos para, aunque sea de vez en cuando, retomar aquel trayecto original donde arrancó nuestro camino y continuar alimentando así una pasión con unos latidos que jamás cesan…, a golpe de motor.

Etiquetas: Punto de vista