La leyenda de Elvira y Bono, por Daniel Paci

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Sabían desde el principio que su historia no podía ir muy lejos. Pero el amor tiene muchos recursos y muchas formas de las que podemos alcanzar a pensar.

Sentí que él era diferente. Físicamente era lo que se dice uno del montón, pero con los años Elvira había aprendido a ver más allá de lo exterior. Era mucho mayor que él: un chisme muy gordo para las mujeres de la segunda fila. Para él también fue un flechazo. Lo que sentían el uno hacia el otro era un amor tan grande que prevaleció sobre el miedo de un fin irremediablemente cruel. Ya era cosa de nueve viajes entre Sevilla y Alcalá.
A pesar de todo, se amaron con locura. Se vieron cuatro veces seguidas aquellos días y estaban borrachos de pasión y cariño.

Ella le puso nombre: “Bono”. Él, que pasaba gran parte de su vida en una cartera, no sabía quienes eran los U2, pero todo le encantaba y le parecía estupendo.
El amor es un niño. Es ingenuo e imprevisible. Un niño de dieciséis años que coge el bus sin ninguna regularidad los fines de semana. A veces, subía en la Casa de la Cultura, otras en el Instituto, o en Los Arcos. Con él subía Bono. Esto hacía que los encuentros fueran más inesperados: de estas cosas se alimenta el amor.

Cuando le encontraba encima a Bono señales dejadas por otras, Elvira se ponía triste: no era celosa, pero aquellas señales significaban que les quedaba menos tiempo. Entonces se dio cuenta de que cada caricia podía ser la última y le dijo que le gustaría escribirle una poesía, dejarle impreso algo único y para siempre. Bono se extrañó y ella sonrió con ingenuidad, abrazándolo, lo besó y le dejó escrito en su preciosa espalda: ¡Qué es poesía!¿Y tú me lo preguntas? Después de unos días de anhelo volvieron a encontrarse y ella completó: Poesía eres tú.

Fue el calor de un momento de eternidad: hasta el sonido típico de validación aquella vez no fue mecánico y triste.

El último encuentro fue el mayo pasado. Llovía una lluvía templada. Elvira sentía acercarse la fecha y llevaba días sin funcionar correctamente. Bono llegó llorando. No podían soportar la idea de alejarse definitivamente. Entonces, cuando el niño introdujo a Bono, ella lo retuvo dentro de sí. El apretó más fuerte y nunca más salió. Se engancharon en un abrazo perfecto, infinito. El amor celebró su triunfo.

Desde entonces, tras un vano trabajo de técnicos, viven juntos guardados en un depósito de autobuses del Consorcio de Transporte. El futuro ya no les preocupa: quien se ama tiene toda la vida por delante.

El niño, subiendo al autobús M-121, nota aquella superficie metálica vacía: el hueco dejado por la antigua máquina de validar. Elvira la llamaban, amistosamente, los chóferes. Estrena su nueva tarjeta recargable de plástico verde. Se sienta leyendo un libro de rimas de Bécquer. “Ay, el niño se ha enamorado...”, murmuraron las mujeres de la segunda fila.


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