El billetito blanco, de María Isabel Gaviño

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Esta mañana me he levantado muy rara, no he debido dormir bien y habré estado soñando sabe Dios con qué, porque ahora no me acuerdo de nada. Seguro que cuando menos me lo espere, algo me hará refrescar las neuronas y me acordaré de lo que he soñado, no es la primera vez que me pasa. Ahora tengo que darme prisa porque me esperan en la parada del 4 para ir al centro; la verdad es que ayer me acosté muy tarde viendo en la tele cómo llegábamos a la Luna y fue algo increíble.

En la parada del autobús ya estaba mi tía, desesperada porque llevaba ya veinte minutos y todavía no había pasado el 4, ¡y eso que era verano! Comentamos las imágenes de la Luna y justo cuando vi venir el autobús entonces fue cuando mi cabeza se empezó a llenar de imágenes sueltas, un poco sin sentido. Me quedé en silencio, intentando de poner un poquito de orden en ese cacao mental y, después de unos segundos, conseguí que fueran encajando.

Era Sevilla, de eso no cabía duda, y yo iba en el 4, desde mi casa, Pío XII, al centro, a la Encarnación, pero el autobús era muy diferente. A una persona que fue a entrar por la puerta de atrás la miraron todos con una cara rara y le hicieron señales para que subiera por la puerta delantera. En el autobús no había cobrador y la gente no llevaba el billetito blanco que yo, como era mi costumbre, tenía reliado en el anillo para no perderlo en todo el trayecto, y que tanto me gustaba acariciar entre mis dedos porque era algo que había aprendido de pequeñita de vérselo a mi padre; la gente, en cambio, lo que llevaba era una especie de tarjeta que arrimaban a una maquinita extraña junto al conductor y así pasaban. Además, los asientos tenían una disposición diferente, algunos miraban hacia delante, otros hacia el lado y no eran de madera marrón, sino de plástico y de color. En el techo había una especia de televisor en color en el que se indicaba el nombre de la parada y también ponían algunas noticias. Por cierto, una era sobre las Olimpiadas del 2008, que tenían lugar ¡en Pekín! La verdad es que estoy un poco colgada. ¡Ah! Y lo mejor era que cuando uno se quería bajar, le daba a un botoncito y aparecía delante, cerca del conductor, un letrero que ponía “parada solicitada” y el conductor allí paraba. Yo no podía explicarme cómo de un día para otro habían podido cambiarlo todo. Pero se iba en la gloria y fresquita y todo. No había ni atascos porque el autobús iba por un carril para él solo. Desde la ventanilla, veía los coches parados y nosotros tan campantes. Por las aceras había una especie de camino pintado de verde por el que gente de todo tipo iba en bicicleta. A mí se me salían los ojos de la cara y no daba crédito.

Mi tía me tuvo que dar en el brazo para avisarme de que llegaba el 4 y que me aligerara, que luego nos quedábamos si asientos. Pagamos nuestros billetitos. Me relié el mío en el anillo hacia la palma de la mano y con el pulgar lo acaricié nostálgica.

Por Helena.


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