Quién se lo iba a decir. Tantos años soñando con dejar de trabajar y poder disponer de su tiempo a sus anchas, para anhelar ahora cualquier tarea que le permitiera no tener que pensar en qué gastar las horas, cómo esquilarle al día su lana para que se pareciera lo menos posible a aquel boceto de eternidad en el que se encontraba atrapado. Había noches, o más bien insomnios, en los que la vida se le antojaba tan hostil que consideraba la muerte de su Paloma como una deserción, un abandono deliberado, un desafío a ver si podía sobrevivir sin ella. Y en apenas una semana había quedado patente que no, que le era imposible, que la necesitaba no sólo para comer caliente o encender la lavadora, sino para que su cama no se convirtiera cada noche en una playa desolada en la que se sentía como un náufrago, para poder vencer a la oscuridad estirando una mano y encontrándola a ella, durmiendo a su lado, sintiéndose protegida por un hombre al que su ausencia había convertido en un niño. No disponía de la coartada de ninguna enfermedad, pero su manifiesta incapacidad para cuidarse solo había movido a su hijo a alojarlo en su casa, en una habitación diminuta en la que convivía con un rebujo de posesiones absurdas: una tabla de planchar, varias cajas de juguetes rotos, un puñado de herramientas, una bicicleta oxidada que colgaba de la pared semejando la osamenta de un ciervo. Aquello le eximía de la lucha cotidiana por la supervivencia, pero los días seguían siendo vastos y fríos y, aunque ya no le apetecía vivirlos, enseguida comprendió que debía buscarse una ocupación que le permitiera abandonar la casa de su hijo desde muy temprano, para huir de la amenazadora presencia de la nuera, que rondaba su ociosidad como una sombra enemiga. Pero no se sentía cómodo en el hogar del jubilado, ni había parques cerca en los que poder sentarse al sol, así que ahora dedicaba sus días a viajar en el autobús circular, el único sitio en el que se encontraba a gusto. Lo había descubierto por azar, cuando tuvo que tomarlo para visitar a un amigo y el traqueteo acabó adormilando hasta que se le pasó la parada. Fue entonces cuando comprendió que aquel autobús daba vueltas en círculo, que realizaba el mismo recorrido una y otra vez, que no llegaba a ninguna parte.
Ese viaje había inaugurado una nueva etapa de su existencia, aquella en la que, dado que ya no podía involucrarse en la trama de la vida, ejercía de voraz testigo de la vida de los demás. Llegaba a la parada muy temprano, confundido entre trabajadores somnolientos y uniformes de colegio, y desde su asiento, las manos entrelazadas sobre la empuñadura del bastón, como un patriarca gitano, estudiaba los vaivenes del mundo, quizás comprendiéndolo por primera vez. Y es que el autobús convertía Sevilla en un escaparate, le desvelaba su geografía sin olvidos, las calles tantas veces recorridas y las que nunca recorrió, el capirote de los monumentos despuntando entre los tejados, pero sobre todo le mostraba la vida, cifrada en aquel tráfago de almas entrando y saliendo, atareadas en su existencia.
Llevaba casi un mes formando parte de aquel paisaje cambiante que le insuflaba la ilusión de estar vivo cuando reparó en un rostro que no cambiaba, una sonrisa amable que no se llevaba la marea, que se mantenía hasta el atardecer, cuando al autobús empezaban a fallarle las fuerzas. Se parecía tanto a su Paloma que casi habría dicho que era ella sino fuera porque él mismo la había encontrado desnuda y fría en la bañera. No por ello dejaba de pensar, cada vez que abandonaba el autobús al anochecer, que cuando el amor es lo suficientemente grande, nadie se va del todo, y que hay quien se queda en tierra, esperándonos, dando vueltas en un autobús que no lleva a ningún sitio.
La próxima novela de Félix J. Palma, ‘El mapa del tiempo’, con la que ha ganado el Premio Ateneo de Sevilla, se publicará el próximo 1 de noviembre (www.felixjpalma.es)Félix J. Palma
Escritor
Ganador de la LX Edición del Premio de Novela Ateneo de Sevilla
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