
Confieso que inicialmente abordé con escepticismo el libro Ciudad de Ladrones, de David Benioff. Aparentemente, había razones para desconfiar: su tendencia por el laconismo, su gusto por cierto estilo de escritura ingenuo, casi infantil, incluso la ubicación histórica de la trama, lo acercaban demasiado a ese fabuloso monumento del marketing editorial reciente; me refiero a esa tremenda nuez hueca denominada El niño con el pijama de rayas, que sorprendentemente sigue arrasando en las librerías de nuestro país. Poco a poco, estas sospechas fueron perdiendo fuelle a favor de una sensación bastante más cómoda y placentera: la de estar pasándolo realmente bien mientras leía, la de degustar la trama con apetito y entrega, sin miedo al chirrido o la salida de tono. El libro de Benioff es muy inteligente. No sortea los lugares comunes del nazismo, pero los utiliza sin recargamiento, recubriendo toda la trama de un humorismo que, aunque se mantiene en el tono de lo ingenuo, a veces resulta insólitamente salvaje. Es, por encima de todo, una novela divertida, que aporta información de valor sobre uno de los aspectos quizá menos conocidos de la II Guerra Mundial: las vicisitudes del pueblo ruso durante el periodo de ocupación nazi. Unas vicisitudes que incluso llegan a derivar en canibalismo, o en hábitos que hoy pueden resultar tan extravagantes como la alimentación a base de la deglución del pegamento de los lomos de los libros. Es, por encima del horror que rodea al contexto histórico y las circunstancias de la trama, una historia de aventuras de dos personajes que a base de encuentros y desencuentros acaban dejando en el lector un regusto agradablemente dulce, sin llegar al empalago. Se lee como una aventura descomunal que al final concluye a modo de una parábola cínica, cerrando el círculo de lo que resulta ser un alegato antibelicista. Pero no hay que hilar tan fino para disfrutar de este libro, del que lo mejor que puede decirse (que no es poco) es que se lee con verdadero placer y entusiasmo.
por Daniel Ruíz
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