
Es lo que ocurre con el libro de Los príncipes Valientes, la ópera prima de Javier Pérez Andújar. Un libro que sorprende, de entrada, por la musicalidad de su estilo, por esa capacidad poética para evocar sensaciones y experiencias a través del poder desnudo y verdaderamente proteico de la palabra. Más tarde comprobamos que esa musicalidad está al servicio de una intención muy clara: hacer un homenaje a la palabra, que es también un homenaje al acto de lectura y al libro.
El argumento apenas importa: un adulto narra desde el recuerdo su infancia en el cinturón industrial de una gran ciudad, en este caso Barcelona. A través de la narración conoceremos la vida de una de muchas tantas familias que se vieron obligadas al éxodo rural durante los años de la postguerra y a convivir en las márgenes industriales de una gran ciudad. Así, accederemos a la historia de personajes como el tío Ginés, o como el amigo de juegos del protagonista Ruiz de Hita, o como las hermanas “chiripitifláuticas”. Pero por encima de todos estos personajes late uno, que abarca toda la novela y la engulle como un río voraz: es la palabra como personaje, y el anhelo de literatura por encima de cualquier otra cosa. Literatura entendida en un sentido puramente popular, que algunos definirían incluso como postmoderno, y en el que caben desde teleseries como Kojak o Colombo hasta cómics como El Capitán Trueno o (de ahí el título) El Príncipe Valiente, pasando, por supuesto, por clásicos como El Quijote, las novelas de Julio Verne o En Busca del tiempo perdido de Proust (al que debe, y mucho, esta novela). El libro es la búsqueda del camino por parte de un niño, un camino construido con letras y palabras que va recolectando y poco a poco cimentarán un anhelo por hacerse escritor. Es un libro que perfectamente podría leerse como un ensayo sobre el poder de la palabra, y que cautiva y emociona de cabo a rabo. Absolutamente recomendable como sugerencia estival.
por Daniel Ruíz.
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