Las manos

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Subió respirando con dificultad. A ella no le gustaba correr tras el autobús porque en la carrera siempre se mordía el labio inferior y, con ello, el piercing. Tomó asiento deprisa y, casi sin mirar, percibió un rostro, arrugas y canas. Su atención se centraba en la pugna entre los auriculares y los pelos: quizás por esta razón sonrió antes el conductor.

La algarabía de voces de la radio -unas cantando, otras carcajeándose, todas gritando- llenaban su cabeza. Era el momento de repasar mentalmente la agenda del día: entrada en Sevilla, bajarse antes del puente del Cachorro, coger el C1, entrar con Cristina a primera hora en la asignatura maría (el profesor indicará los puntos más importantes del próximo examen), después un largo desayuno tranquilo...

Un frenazo brusco interrumpió sus pensamientos y, de repente, una mano se posó sobre la suya. La chica giró la cabeza y vió a una anciana con las cejas enarcadas moviendo frenéticamente la boca; leyó en sus labios una sóla palabra: miedo. Cuando quiso apartar la mano para quitarse los auriculares y pudo escuchar cómo la anciana pronunciaba la palabra final de una frase: mamá.
La chica, desconcertada, miraba a su alrededor: parejas conversando, éste dando cabezadas, aquella leyendo, detrás una adormilada cabeza apoyada en el cristal y allí delante la mole de los primeros bloques de Sevilla, con el edificio Mapfre ocultando a duras penas la Giralda.
Por dos veces la llamó mamá. La chica le respondió con una medio sonrisa y puso su mano sobre la de la anciana. La rugosidad de la piel envejecida al tacto le trajo a la mente la imagen de las muñecas de trapo que ocupan durante el día su cama pero, en especial, los ojos todo pupila que parecen siempre mirarte.

Como los de la anciana, que buscaban protección en la joven, aunque atravesando el puente adquirieron cierto brillo. Tal vez el paisaje le era familiar o bien esa fila de patos le resultara graciosa en su marcialidad. Sin embargo, en la oscuridad de la estación de autobuses volvió el miedo a presentarse. Ante la embarullada salida de los viajeros, los temblores iban en aumento. La chica decidió esperar a que todos salieran, mientras sujetaba con determinación y calidez las viejas manos. Bajaron despacio del autobús: con una mano cogía la de la anciana, con la otra escribía en el móvil un mensaje.

Manuel A. Villadiego


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