Biografía de la línea 24

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Ahora que lo pienso aquel autobús forma parte de mi biografía. La línea 24 está unida a mi vida, su trayecto podría formar una especie de itinerario, de geografía de experiencias, un inesperado plano en el que van apareciendo diversas imágenes del pasado. En el primer recuerdo que tengo de un autobús aparece una plaza en la que contemplo enormes carteles que se difuminan: ¿serían de películas? No, creo que eran anuncios de trajes de novias. Luego he sabido que esa plaza era la de la Encarnación, que en esta evocación infantil aparece brumosa, con palmeras y una fuente, olor a churros y a garrapiñadas. Acabo de bajar del autobús de la mano de mi madre. Aún guardo en la otra mano el pequeño billete de autobús que me ha entregado el revisor. A veces, los revisores nos regalaban a los niños el taquito que quedaba cuando se terminaba el paquete de billetes. Sobre las páginas de mi vida cae ya el tiempo. Soy tan vieja que en los autobuses de mi infancia aún aparecía ese personaje, el revisor, un señor que se colocaba en la parte de atrás tras una mesita e iba cobrando el billete –blanco y muy pequeño- a los viajeros.

Aquellos autobuses eran azules y blancos, pero quizás la memoria me traiciona. Yo era una niña de barrio y coger el autobús tenía mucho de fascinante aventura. Al salir del colegio, mi madre nos recogía a mi hermana y a mí y cogíamos aquel autobús blanquiazul que nos llevaba a la ciudad antigua, al centro con sus casas viejas y solariegas a cuyos patios me asomaba fascinada, a las calles estrechas y tortuosas con tapias blanqueadas, llenas de espadañas que a mí me parecían altísimas y donde sonaban campanas con voces de bronce, voces de verdad y no las que sonaban en la iglesia de mi barrio, una de esas iglesias modernas postvaticano II que llamaban a misa con una torpe y artificial grabación de campanas.

El autobús nos llevaba al centro en el que yo fabulaba con historias y leyendas de personajes antiguos. Quizás sin saberlo ya había comenzando a escribir las primeras páginas de las novelas futuras. Yo pedía batidos de vainilla, hacía bromas con mi hermana y recorríamos las iglesias. Luego volvíamos al barrio con un olor a madera de altares, vainilla e incienso. Cogíamos otra vez el autobús y la noche caía sobre la ciudad. Por cierto, mi infancia de tardes de centro e iglesias terminó con una fabulosa imaginación por lo antiguo y un inesperado ateísmo.

En la siguiente parada de mi biografía aparece otra vez el autobús. Es el tiempo de la adolescencia y con mi pandilla cojo el autobús para ir al cine. Con mis amigas hago las típicas cábalas de la edad boba. Creo que había un juego absurdo que consistía en sumar y restar los números pares e impares que aparecían en el billete de autobús. Con la cifra resultante había que contar la letra del abecedario que le correspondía y que irremediablemente nos daba un dato que en esa época era clave: la letra por la que empezaba el nombre del niño que te quería. Cosas de la edad del pavo…

Crecí y el autobús se convirtió en parte de mi sala de estudio porque muy temprano cogía aquella línea 24 –que terminé odiando- para llegar a la Facultad de Ciencias de la Información donde estudiaba Periodismo. Y es que tras muchos mareos conseguí acostumbrarme a leer en el autobús, a pesar de que muchas señoras mayores me advertían de lo malísimo que eso era para los ojos. Cuántas lecciones habré estudiado entre el traqueteo y el jaleo insorportable de los viajeros. Por cierto, una de las cosas que más me han gustado de mis viajes al extranjero ha sido el silencio de los viajeros, sobre todo, en los países del norte. A algunos les sorprende, pero a mí me parece una cuestión de respeto y de educación que aquí no tenemos.

En fin, la línea 24 –con sus tardanzas, con su irregular horario- se convirtió en parte de mi biblioteca. Recuerdo que al regresar a casa una de las cosas que más me fascinaba de mis viajes en autobús era mirar las ventanas encendidas de las casas. Imaginaba las historias que se desarrollaban en su interior mientras el autobús se alejaba del centro y se adentraba en la Sevilla de los barrios. Creo que también en estos recorridos se fue fraguando parte de la escritora que ahora soy. Y todo desde aquella línea 24. Cuando alguna que otra vez he vuelto a tomar ese autobús, el recorrido, cada parada ha sido como si abriera las páginas de un diario de mi vida que sin saberlo había escrito. ¿Será que el tiempo ha quedado congelado en esa hechizada línea 24?

Eva Díaz Pérez
Periodista y escritora sevillana. Finalista del Premio Nadal 2008

evadiazperez.blogspot.com


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