Desde el Cerro de Águila, barrio donde nací, cuando mi hermana y yo éramos niñas y se tenía que ir al centro de la ciudad, mi madre nos decía: “vamos a Sevilla”. A veces, pocas, en taxi y muchas en autobús, recorríamos la distancia entre el Cerro y “Sevilla” con la sensación casi de la aventura en el cuerpo. Dejando el horizonte de ladrillos arabescos del matadero atrás, un autobús, aún con revisores, se abría paso entre los humildes árboles de morera y las aguas del Tamarguillo, hasta los naranjos y las avenidas del centro. En ese espacio de tiempo, como en un travelling cinematográfico, las cosas se veían pasar de otra manera y el propio viaje te ayudaba a poner en marcha la imaginación de niña. Recuerdo bajar del autobús y recorrer embobada y sin soltar la mano de mi madre las calles de una ciudad que nunca dejó de sorprenderme y que aún hoy, después de tantos años, sigo mirando embobada, no por su belleza física, ya más que descubierta y alabada, sino por su ritmo interno y su sabiduría de siglos que siempre me lleva a descubrir algo nuevo. Tras ir de compras por las tiendas de Francos y tomar un chocolate, ese mismo autobús me volvía a dejar, siempre junto a mi hermana y mi madre, en el universo estético de mi barrio. Más tarde, cuando ya el autobús no te llevaba a “Sevilla” porque las distancias -aunque en kilómetros seguían siendo las mismas- se acortaban entre el Cerro y el Centro, otro autobús me llevaba a la facultad y en el camino recuerdo haberme quedado absorta muchas veces, dejándome llevar y sumergiéndome en mis pensamientos que, contrariamente a la dirección del autobús, no me llevaban a los temas de la Universidad. Había días en los que lo que aprendía y escuchaba en las esperas de las paradas de autobús me enriquecía más que lo que aprendía y escuchaba en las aulas de la facultad.Nunca, hasta que no me han pedido que escriba estas líneas, me he parado a pensar la cantidad de sueños, de pensamientos, de alegrías, de angustias, de conversaciones, de encuentros que han podido tener lugar en un autobús durante tantos años. En este momento, estoy imaginando a los autobuses transportando toda esa amalgama humana intangible que sólo vemos cuando se desbordan y no pueden evitar asomarse a las caras de los que tenemos a nuestro lado. Cuántas veces gente que no hemos visto jamás nos sobrecoge con una mirada perdida, con un gesto de dolor... Están a nuestro lado, viajan en la misma dirección, llegan a su parada, se bajan y desaparecen. Nunca más los volvemos a ver, sólo hemos compartido con ellos unos minutos de autobús, y, luego, el mismo asiento lo ocupa otro ser humano, auriculares, piercing y sueños en la mochila... En la misma silla, en el mismo trayecto, en el mismo autobús. Por primera vez no veo al transporte público sólo como vehículos que nos llevan de un lado a otro de la ciudad.
Confieso que hace tiempo, por razones de distancia y comodidad, comencé a viajar en coche. Ahora, por las mismas razones, vuelvo a pensar en el transporte público. Y a estas razones, es inevitable añadirle alguna más y de vital importancia. Nuestro transporte público, afortunadamente, ya no es el de aquellos autobuses que, recordados desde la nostalgia o desde la distancia en el tiempo, pueden tener un atractivo más literario que real. Cualquier planteamiento que en el siglo XXI nos podamos hacer respecto a nuestra responsabilidad con el planeta pasa por el transporte público. La realidad demanda a gritos que nos ocupemos de nuestro medio ambiente, de nuestro entorno. Lo público, entendido como un bien para todos, no sólo es responsabilidad política sino también de cada uno de nosotros. No siempre viajar en nuestro propio coche es lo mas cómodo, y, naturalmente, no es lo más barato. Pero, ante todo, no es lo más solidario con el medio ambiente de nuestra ciudad, ni con los recursos de un planeta al que vamos castigando como si nada le debiésemos, como si fuera nuestro enemigo. Quizás, hace una década, podíamos jugar al no saber, al no tener datos ni información, a disimular. Ahora ya no. Ahora sabemos que hacemos daño, que nos hacemos daño: lastimar nuestro medio ambiente es lastimarnos a nosotros mismos porque somos parte de él y, si entendemos que el presente es la base del futuro, nos encontramos con la responsabilidad de no destrozar el derecho de los que vienen detrás a un mundo mas habitable, o, mejor dicho y ateniéndonos a la realidad, a un mundo menos dañado.
Por el carril de estas razones, también se abre paso Sevilla como ciudad singular, donde en cada esquina hay algo que cuidar y que conservar. El transporte público en Sevilla es una alternativa excelente para el perdón de nuestros pecados medioambientales. Un transporte público cuidado, limpio, que no contamina, que, junto a nosotros, comienza a tener conciencia y a saber que su deber no sólo es transportar sino también respetar el planeta y respetar la ciudad.
La Sevilla del siglo XXI es distinta en muchas cosas, en otras sigue siendo la misma. Pero quizás en su geografía y estética urbana en estos momentos cabe destacar el transporte público, que no sólo es el autobús, el tranvía recién estrenado o el metro por venir, sino también sus carriles bici y la utilización de este transporte que, para sorpresa de muchos, se ha instalado inmediatamente en el paisaje y en el uso de los que habitan esta ciudad. Sevilla merece ser cuidada y para que eso sea posible, tenemos que cuidarla entre todos, los que son responsable de lo público y los que somos responsable del uso de lo público. Hay que comenzar a olvidar el coche y volver al autobús, a la bici y al esperado metro. Podríamos comenzar a ver el transporte público como la vía hacia un nuevo comportamiento ciudadano.
El siglo XXI nos está dando noticias de alarma que hay que escuchar, y una forma de darnos por enterados es utilizar las alternativas al coche privado. Hoy, cuando salga a la calle y mire un autobús, me pare ante un carril bici o cruce las vías del tranvía hacia la torre más alta de Sevilla, recordaré que por ellos siguen viajando tristezas, alegrías, angustias, nostalgias, imaginación y sueños y que estos serán básicamente los mismos que aquellos que viajaban en los autobuses de mi niñez porque el alma humana no es veleta del tiempo, pero todos esos sentimientos, llevados y traídos en cualquier transporte público, ya no se tiñen con el humo de los tubos de escape ni son ajenos (espero no estar soñando) a la necesidad del aporte del granito de arena para un mundo menos contaminado.
Pilar Távora
Directora de Cine
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